Autorretrato de un hombre que aprendió a estar solo

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Autorretrato de un hombre que aprendió a estar solo
(entre la sombra y la llama) Por J.L. Mensour

Nací donde el azahar rompe el aire,
en una calle estrecha de Sevilla,
donde las campanas tienen memoria
y la infancia se escribe con aceite y pena.

Era un niño sin ecos,
sin pandillas ni juegos en voz alta,
un pequeño planeta ajeno a los mapas
que giraba en su órbita de silencio.

Los recreos eran plazas sin fuente,
las manos en los bolsillos,
la mirada fingiendo no esperar,
el alma quieta, por miedo a romperla.

No me hablaron del amor
hasta que el cuerpo lo gritó por sí mismo.
Y aún entonces,
el primer beso llegó con retraso,
como un tren de provincias,
sin flores, sin tambores,
solo el temblor en las rodillas.

Después…
vinieron los años como vienen los barcos:
cargados de promesas,
llenos de grietas.

Cuatro veces creí
que el amor era casa.
Cuatro veces descubrí
que también puede ser incendio.

Hoy,
a medio siglo del primer latido,
me he convertido en lo que siempre fui:
un viajero que prefiere
la contemplación al tumulto,
el misterio a la consigna,
la palabra que arde a la consigna que enfría.

Converso con todos,
pero me pertenezco.
No le debo al protocolo
la rendición de mis costumbres.
No me visto de moda
ni finjo en las citas.

He aprendido a estar solo
sin estar vacío.
A escucharme sin miedo,
a quererme sin pactos,
a no pedir permiso para ser yo.

Y aunque algunos murmuren
que me falta algo,
que no soy “como debe”,
yo camino con paso sereno,
porque no hay mayor libertad
que saberse suficiente
sin pedir aplausos.

II. Del alma que aprende a mirar hacia dentro

Ahora escucho el silencio
como quien descifra una carta olvidada.
Ya no busco respuestas en los labios ajenos,
ni me aferro a promesas con fecha de vencimiento.

He descubierto que el alma
no grita: susurra.
Y que a veces el amor
no viene de fuera,
sino del modo en que uno
se abraza a sí mismo
cuando nadie lo hace.

No soy sabio,
pero he dejado de temer mis heridas.
Las miro como quien ve cicatrices
en una estatua antigua:
testigos, no vergüenza.

Ya no persigo la felicidad como un niño perdido.
La dejo venir,
si quiere,
si puede,
como el viento que llega
cuando la rama no lo espera.

Me he vuelto espiritual
sin templo ni sotana,
sin necesidad de redención.
Creo en lo que me conmueve,
en lo que calla el pecho y enciende la mirada.

Digo gracias sin saber a quién,
y no me importa.
Tal vez a la vida,
tal vez a la noche que me dio consuelo,
tal vez a mí.

Camino solo, sí,
pero ya no es castigo:
es una forma de andar más ligero,
sin el peso de parecer,
sin la armadura del deber.

Y si algún día llega el amor,
que me encuentre así:
entero,
no esperando.
Sereno,
no sediento.
Libre,
no por falta de abrazos,
sino porque aprendí —al fin—
que también se puede volar
con el alma en calma.

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