Instrucciones para arder sin extinguirse

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“Instrucciones para arder sin extinguirse” por J.L. Mensour


Hay un mundo paralelo
en cada pupila distraída,
una realidad que sangra por las comisuras del discurso
mientras aplaudimos la verdad empaquetada
en cómodos titulares de plástico reciclado.

Nos dijeron:
camina recto,
piensa en orden,
consume a tiempo.
Nos repitieron tanto el cómo
que olvidamos el por qué.
Y aquí estamos,
con las almas planchadas
y los bolsillos llenos de ausencias.

La humanidad —esa palabra—
ya no se conjuga en presente.
Es una fotografía ajada
que mostramos en museos de ética
como si aún nos perteneciera.

Nos adoctrinan con la sonrisa de un algoritmo,
nos disciplinan con el miedo bien calculado.
Y mientras tanto,
la compasión se va oxidando
en los márgenes del sistema.

Los valores —los de verdad,
los que no cotizan en bolsa—
andan descalzos,
con los pies heridos
de tanto esquivar banderas.

Pero yo he visto,
te lo juro,
universos enteros en los ojos de un niño
que no sabe mentir.
He sentido el temblor primitivo
de una mano que toca sin pedir nada.
Y he leído manifiestos éticos
en los silencios de quien escucha de verdad.

No,
esto no es un epitafio.

Es un grito abstracto,
una sinfonía desordenada
que te pide mirar más allá del marco.

Tal vez,
el camino no sea rehacer el mundo
sino recordar el que fuimos
antes del miedo,
antes del ruido,
antes del precio por todo.

Tal vez,
volver a ser humanos
no sea un acto de fe,
sino de memoria.

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Lo que pesa cuando no hay peso

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Lo que pesa cuando no hay peso
por JLMensour

No sabría decir qué me empuja a escribir,
quizá el eco de un niño que no jugaba
más que con sus pensamientos,
como si fueran canicas tristes
que rebotan en las paredes de un patio interior.

He vivido más de medio siglo
y aún no encuentro el grosor de mis días,
a veces se escapan como humo tibio,
otras, me aplastan sin razón ni forma.

Camino calles como quien colecciona silencios,
miradas que no dicen,
nombres que no suenan,
y gestos que apenas rozan la memoria.
Amo lo que no comprendo,
y en ese amor, me deshago sin remedio.

Hay mañanas en que el sol me atraviesa
como si fuera de cristal,
y otras donde mi sombra es más real que yo.

No es tristeza,
es la certeza de ser
una hoja suelta en un cuaderno sin título,
una historia que no busca lectores,
pero sí un lugar donde caer sin ruido.

He aprendido a estar solo sin estar vacío.
He elegido el refugio,
aunque a veces duela más que el exilio.
Y sin embargo, sigo.
Escribo.
A veces sonrío.

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Autorretrato de un hombre que aprendió a estar solo

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Autorretrato de un hombre que aprendió a estar solo
(entre la sombra y la llama) Por J.L. Mensour

Nací donde el azahar rompe el aire,
en una calle estrecha de Sevilla,
donde las campanas tienen memoria
y la infancia se escribe con aceite y pena.

Era un niño sin ecos,
sin pandillas ni juegos en voz alta,
un pequeño planeta ajeno a los mapas
que giraba en su órbita de silencio.

Los recreos eran plazas sin fuente,
las manos en los bolsillos,
la mirada fingiendo no esperar,
el alma quieta, por miedo a romperla.

No me hablaron del amor
hasta que el cuerpo lo gritó por sí mismo.
Y aún entonces,
el primer beso llegó con retraso,
como un tren de provincias,
sin flores, sin tambores,
solo el temblor en las rodillas.

Después…
vinieron los años como vienen los barcos:
cargados de promesas,
llenos de grietas.

Cuatro veces creí
que el amor era casa.
Cuatro veces descubrí
que también puede ser incendio.

Hoy,
a medio siglo del primer latido,
me he convertido en lo que siempre fui:
un viajero que prefiere
la contemplación al tumulto,
el misterio a la consigna,
la palabra que arde a la consigna que enfría.

Converso con todos,
pero me pertenezco.
No le debo al protocolo
la rendición de mis costumbres.
No me visto de moda
ni finjo en las citas.

He aprendido a estar solo
sin estar vacío.
A escucharme sin miedo,
a quererme sin pactos,
a no pedir permiso para ser yo.

Y aunque algunos murmuren
que me falta algo,
que no soy “como debe”,
yo camino con paso sereno,
porque no hay mayor libertad
que saberse suficiente
sin pedir aplausos.

II. Del alma que aprende a mirar hacia dentro

Ahora escucho el silencio
como quien descifra una carta olvidada.
Ya no busco respuestas en los labios ajenos,
ni me aferro a promesas con fecha de vencimiento.

He descubierto que el alma
no grita: susurra.
Y que a veces el amor
no viene de fuera,
sino del modo en que uno
se abraza a sí mismo
cuando nadie lo hace.

No soy sabio,
pero he dejado de temer mis heridas.
Las miro como quien ve cicatrices
en una estatua antigua:
testigos, no vergüenza.

Ya no persigo la felicidad como un niño perdido.
La dejo venir,
si quiere,
si puede,
como el viento que llega
cuando la rama no lo espera.

Me he vuelto espiritual
sin templo ni sotana,
sin necesidad de redención.
Creo en lo que me conmueve,
en lo que calla el pecho y enciende la mirada.

Digo gracias sin saber a quién,
y no me importa.
Tal vez a la vida,
tal vez a la noche que me dio consuelo,
tal vez a mí.

Camino solo, sí,
pero ya no es castigo:
es una forma de andar más ligero,
sin el peso de parecer,
sin la armadura del deber.

Y si algún día llega el amor,
que me encuentre así:
entero,
no esperando.
Sereno,
no sediento.
Libre,
no por falta de abrazos,
sino porque aprendí —al fin—
que también se puede volar
con el alma en calma.

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Soneto del pájaro y el gato que soñaban alto.

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“Soneto del pájaro y el gato que soñaban alto” Por JLMensour

Un pájaro temblaba en su tejado,
mirando al cielo como quien no espera,
las alas le pesaban primavera
y el miedo le tejía su costado.

Pasó un gato sin dueño ni pasado,
con tres vidas colgando en la escalera,
las otras cuatro, dijo, en la trinchera
de un sueño que murió desordenado.

“¿Y si volás?”, maulló con voz cansada,
“¿Y si caigo?”, trinó con duda tierna.
“Entonces compartimos la caída.”

Y así tejieron, noche enamorada,
la estrella más humilde y más eterna:
la de un salto que al fin les dio la vida.

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